lunes, 15 de diciembre de 2014

Por cuatro esquinitas de nada



La pasada noche tuve una pesadilla.  Desperté con la sensación de alivio que brinda el saber que toda esa intensidad vivida no se dio en la realidad pero, al mismo tiempo, me sentí  algo inquieta porque  normalmente no tengo pesadillas y me extrañaba que en este momento  en el que todo va ocupando su lugar, y en el que me encuentro a gusto con la vida, tuviese sueños de este tipo.


En mis sesiones de trabajo, me gusta detenerme y trabajar a fondo  en la tríada pensamiento-emoción-acción,  que no es más que tratar de identificar los pensamientos que nos generan una emoción determinada y, como consecuencia de esa emoción, manifestamos una conducta o una actitud que se refleja en la realidad que vivimos. Y por eso, aunque no soy una experta en interpretar sueños, traté de identificar cuál fue la cascada de pensamientos que propició que Morfeo me regalase esa pesadilla en la que me veía siendo perseguida por horribles animales  prehistóricos.

No lograba identificar ningún desencadenante hasta que ojeando en  Facebook encontré  un cuento precioso sobre niños con discapacidad, e inmediatamente acudió a mi mente una conversación que tuve el día anterior cuando  coincidí en el ascensor con una vecina a la que aprecio, y me preguntó: "Maite, ¿te puedo hacer una pregunta?" "Claro" -respondí-. "¿Tu hija pequeña está enferma? Es que siempre la llevas en la sillita o te veo cargando con ella…" Es una mujer que irradia bondad por todos los poros de su piel, y le respondí amablemente: "Tiene una enfermedad rara que aún no sabemos cuál es, que le provoca retraso madurativo, y por eso aún no camina." Ella se entristeció enormemente  al oir mis palabras, "Ay no sabía! Con lo guapa que es…" Y no me dio el pésame…pero su cara y sus palabras reflejaban su sentir.  Nos despedimos y cada una tomó una dirección.

Y tal y como sucede cuando nos desconectamos de nosotros mismos, con la vorágine del día a día que nos hace ir  con el antifaz y las orejeras,  no me detuve a dar rienda suelta a los sentimientos que  aquella conversación habían provocado en mí.  Recuerdo que sentí cierto malestar por la cara de pena con la que me miraba, pero la prisa por llegar puntual a mi trabajo me  sirvió de anestesia.

Sin embargo, esa noche tuve una pesadilla. Todo lo que sentí y no expresé a mi vecina salió de algún modo. Y es por eso que, ahora que soy consciente, aprovecharé este espacio para expresar lo que siento, y lo que le hubiera dicho a mi vecina y a todas las vecinas del mundo:

No sientas pena por mí. June es el amor puro,  es un regalo que la vida me ha dado para que aprenda muchísimas cosas. Ella es una maestra para mí. Gracias a ella sé que tengo infinidad de recursos. Gracias a ella he aprendido a tener paciencia, a aceptar la realidad tal cual es sin ofrecer resistencia y sin sufrir, a apreciar las pequeñas cosas que la vida nos ofrece, a relativizar, a dar lo mejor de mí misma, a no desistir, a amar sin condiciones, a caerme y volver  a levantarme, a dar a la vida lo que tengo para dar, y a recibir lo que ésta tiene para mí… Todo un master para la vida.

No sientas pena por June, siente admiración por ella. Si la vieras cómo se esfuerza a diario por superar sus limitaciones, cómo aguanta estoicamente y da todo lo que tiene para dar en  sus infinitas sesiones de estimulación, cómo cada día de su vida  al  despertar lo  primero que hace es regalarte una enorme sonrisa y un abrazo tan fuerte del que no te puedes soltar, cómo va aprendiendo a su ritmo lento pero constante, cómo ríe a carcajadas por las pequeñas cosas que le hacen enormemente feliz, cómo es la niña más feliz en la fila del cole cuando entre la multitud de padres por fin me localiza, y se pone a aplaudir. Cómo consigue que todo el que se relaciona con ella acabe prendado de ella. Si la vieras así, no sentirías pena, créeme.

Te dejo con el cuento que me sirvió para recordar y dar salida a todo lo que una simple conversación de ascensor originó en mi: